Vivimos en una película de subtítulos ausentes, escondidos en alguna carta que buscamos como si fuera dinero, pero sin tácticas ni estrategias. Aquel día que nos vimos por casualidad, caminando en direcciones diferentes, pude leer la sonrisa que llevabas puesta, como de felicidad, aunque los subtítulos hablaban más de nostalgia y me gritaban: Regresa. En caso de que no hubieras podido leer mi sonrisa forzada y mi parpadeo lento, lo que te intentaba decir era que dejaras de caminar y me abrazaras.
Cuando por fin comenzamos a hablarnos de nuevo, ese día que nos citamos y nos vimos frente a frente con una taza de café entre las manos, se nos escaparon los esclavos que encerramos con el adiós que antes ya nos habíamos dado, nos sentimos liberados.
Esta última vez, cuando te vi sonriendo de felicidad genuina y no de nostalgia ni libertades vagas, tu mano se agitó en un movimiento brusco y rápido, sin euforia ni pesar. Pude leer un adiós más profundo, definitivo, en el agitar de tus dedos largos, pálidos y huesudos. Guardé en un cajón las reseñas y críticas de mis lecturas, y dejé de leer.
Entre sombras de casas y reclusorios sombríos, la luna duerme ahora. Estoy fundido en la pared de la alcoba, encadenado por las sábanas de la cama, con las mismas ropas y las mismas barbas crecientes y alborotadas, con los mismos lentes chuecos y empañados. La comida tiene sabor a papel reciclado y las horas se pasan de rodillas frente a mí, quejumbrosas y sangrando. Me fumo los rayos del sol con la eterna esperanza de no necesitar del contacto con nadie, entre los sorbos de mi café me encuentro intentos fallidos de tragarme el recuerdo.
Al morir, la vida deja de ser sueño, nos volvemos suspiros como el beso de Urbina, volando tras alguna mano. La inutilidad del cuerpo se esfuma y deja de estorbar para que el alma vuele y suba un ciclo en el eterno espiral, entonces la mano deja de representar un objetivo, y el suspiro se hace libre. Te has esforzado en alejar tus manos a un confín lejano, manos necias que huyen de los labios que les dan cobijo sin pedir nada a cambio.
Me bebo la inquietud imaginando que el sol me trae tus voces, se me queman las venas al llegar la noche en el deseo de tu regreso, sabiendo que no partiste esperando la vuelta a esta casa vacía. Me quitaste lo que hacías y nunca me enseñaste a hacer, camino por las calles sin rumbo y con miedo a tropezar. Levanto la piel del mar y la inmensidad me pica los ojos, siento a flor de piel lo poca cosa que soy y me terminan envolviendo las olas.
Entre mis deseos y lo demás, no he llegado a ser; quédate conmigo en todas partes. Anda, que yo mismo no me quiero en todas partes conmigo, gateando por la habitación o acurrucado en alguna esquina, batallando para escalar la montaña helada que se ha vuelto esta cama. Las almohadas no me escuchan y la luna no me habla.
Lo que me quitaba la soledad era esconderme en el abrigo de tus brazos, y ahora sin ti por más que corro me atrapa, me invita un café con sal y no deja de contar nuestras historias. Al llegar al final que sufro ahora, me mira fijo y calmado, con lástima o pena, con placer o tristeza, y no me presta su hombro para llorar.
De rupturas y de golpes se van llenando las horas, se me va llenando el cuerpo de bichos, de fideos por perecer. El reloj a veces falla y gira hacia atrás, el tiempo es sádico y me quiere ver recordando lo que he perdido. Las horas de mañana sabrán a las de hoy, y las de hoy saben a las de ayer, y las de ayer supieron a las de antier, y así todos estos días. Se recalientan los minutos ya caducados, mientras la lengua se me hace papel y las manos se me hacen de piedra, y los ojos se me vuelven canicas.
Una epifanía se me muere en los huesos: Cuando amanece pienso en ti y abrazo mis raíces. Los caminos de mi piel se llenan de los cabellos caídos en otoño, pero ya no estás tú para quebrarlos al pasar. Se los lleva el viento y la piel se cubre de un frío infernal. En primavera sólo crecen hojas secas y en verano cae nieve sin cesar.
La rosa de los vientos me besa las plantas de los pies por las noches, mi lugar se vuelve espacio vacío en un rincón y juega a las escondidas sin avisar. El norte me clava las memorias de tu presencia en la herida, el sur escribe sobre tu ausencia en las sábanas. El oriente te ama y el occidente te odia.
Sobre la mesa o en la espalda, el amor nunca se sacia, y nada importa. Los tangos que solíamos bailar en la cama me siguen marcando la espalda con tus tacones, la rayuela que jugamos sigue pintada en las paredes. El vino que bebíamos sigue añejándose en el mantel.
Me hace falta caminar por las calles que no frecuentas, hasta olvidar, aunque sepa que el olvido es ilusión. Aunque algún día terminaras bien enterrada, en algún lugar de mi memoria, ahí queda la amenaza perpetua y latente, detrás de tus labios cocidos, de resurgir del polvo.